Ustedes no están para saberlo, ni yo para contarlo, pero esa noche era la noche de bodas. En todo el reino de Harden-Hickey, las personas elegantemente vestidas hablaban de lo afortunado que había sido el príncipe al encontrar una doncella dispuesta a desposarse con él, encima, fortuna aún más grande, ¡en uno de sus propios jardines!
Mientras paseaba dando grandes zancadas, frente en alto, pretendiendo que los días de comer insectos en los pantanos estaban atrás, muy atrás, suficientemente atrás como para sentir recuperada su aristócrata dignidad, vio a una espalda de flor oculta entre las nomeolvides.
El príncipe, al ver el duro cuerpo y doble par de alas de aquel insecto, sintió el atroz y antiguo impulso de saltar sobre ella y masticarla. Pero, el suave y tierno sonido de su voz suplicante que dijo “por favor, no me comas”, lo hizo recapacitar y tomarla tierno entre sus dedos. Perdido en su verde desnudez, y aún consciente de los hambrientos saltos que su lengua daba en su boca, la besó.
Apenas la doncella dejó su artrópoda forma, los dos iniciaron una relación donde los paseos en carroza, las largas caminatas y charlas no faltaron. En esta conversación enternecedora la doncella descubrió que el príncipe era un hombre de costumbres arraigadas, pues era común que se desnudara y zambullera en los pantanos y ríos croando feliz, o que inflara el cuello y saltara furioso frente a cualquiera que intentaba cortejarla. Ella veía esto, indulgente, limitandose a menear la cabeza mientras devoraba las flores que el príncipe le regalaba.
Así, los días y las tardes pasaron entre tímidas reuniones hasta que un día, frente al jardín donde su sempiterno romance había iniciado, la doncella dijo que sí a la propuesta de matrimonio del príncipe.
Tras una larga fiesta donde las célebres figuras de los reinos cercanos felicitaron a la feliz pareja, los esposos se marcharon a su habitación, consumidos por el nerviosismo y la emoción de la promesa final de la noche. Ahí, a la luz de las velas, ambos se enfrentaron a la confusión de la inexperiencia sexual que se hacía más inquietante con la imagen de sus cuerpos desnudos, aún animales en algunas partes, humanos en otras. Atrapados en el desconocimiento e incapaces de saber cómo proceder, temblaban ensimismados en los recuerdos de su lejana educación antes de sus transformaciones, hasta que un instinto, anfibio para él, artrópodo para ella, vino en su rescate.
Terminado el himeneo, el príncipe acerco su cabeza a su esposa y en un susurro le dijo que la amaba. Ella lo besó una y otra vez, con toda la ternura de la que era capaz, conmovida por la unión de sus almas, y, entre cada beso, mientras recordaba el aroma del incienso y las palabras del sacerdote, daba pequeñas mordidas, devorando tierna y amorosamente la cabeza de su esposo.
Al otro día la noticia corrió: El grito desgarrador de la princesa había atraído a dos guardias que enmudecidos y pálidos encontraron las sábanas y suelo manchados de sangre. Arrodillada, la princesa sollozaba mientras abrazaba el cuerpo decapitado de su esposo que yacía sobre la cama lleno de mordidas.
Nadie supo qué clase de loco había matado al príncipe y robado su cabeza, ni mucho menos cuáles habían sido los motivos. Algunas personas, desesperadas por dar con algún culpable, empezaron a señalar a una tribu de blemias cercana, convencidas de que la tribu tenía una envidia y odio incontenibles contra quienes sí tenían cabeza. Otras, levantaron sus dedos contra Copil y sus seguidores, pero ninguna acusación dio frutos más allá de algunos arrestos para placer del público.
Después de eso el tiempo pasó triste, con la viuda destrozada por el asesinato, renuente a enterrar el cadáver de su esposo y obstinada en mantenerlo en su habitación lejos de todas las miradas, bajo pretexto de que así eran los rituales funerarios en su pueblo donde adoraban a Yig.
De vez en cuando, algún indiscreto insensible abordaba a la viuda que solía deambular silenciosa, y le preguntaba cuál creía que era el motivo detrás del crimen, a lo que la princesa respondía intentando ocultar su aliento a carne podrida:
—Los viejos hábitos jamás se olvidan.
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