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martes, 24 de octubre de 2023

Pérez con alas, de José Revueltas

 

Hay muchas gentes llamadas Pérez, pero no son por ello desgraciadas. Pérez, patronímico de Pero, tiene su lustre y si bien ahora es completamente vulgar, al grado de que todos estuvimos en el peligroso riesgo de llamarnos Pérez, las personas que lo llevan a cuestas no tienen otro remedio que mostrarse satisfechas y hasta, quizá, felices. Alguien ha dicho alguna vez que no existe nada mejor distribuido que la inteligencia, pues todos estamos muy conformes con la que tenemos. Así pasa con el apellido Pérez y, tal vez, ninguna mayor aberración, falta de legítimo orgullo y de propios méritos, que emboscar el Pérez con iniciales despistadoras, con segundos apellidos o con dobles nombres que, como si lo elegantizaran y tornáranlo alado, inconsútil, original, dejan a sus propietarios muy tranquilos y ya dispuestos a las grandes empresas. Sin embargo, hay que repetirlo, no todos los Pérez están llamados a ocupar un sitio más allá del simple recuerdo de sus contemporáneos, que ya es suficiente tener un apellido tan famoso como para todavía cargarle más brillo y celebridad de los que tiene.

No obstante, Pérez, el verdadero Pérez, el gran Pérez —oscuro empleado de un no menor oscuro ministerio—, llegó a ser considerado por los más altos ingenios como un ser excepcional, envidiable, a quien las musas hicieron objeto de las más extraordinarias distinciones.

Pérez vivía en una pequeña habitación rodeado de su mujer y de sus hijos. Nada, en su vida exterior o en sus costumbres o en su manera de hablar y escribir, indicaba que Pérez llegase a ser uno de los hombres más notables de su tiempo. Sin embargo, aquello empezó a manifestarse como un pequeño dolor en el costado.

—Te digo —afirmaba su mujer— que has agarrado algún frío, allá, en tus oficinas tan oscuras.

—No lo creas así, pobre amiga mía… —replicaba Pérez.

Había tomado aquella locución: pobre amiga mía, de las novelas francesas, donde es usual que se repita con motivo, particularmente, de las situaciones donde hay algún conflicto de difícil solución.

Pero el dolor en el costado continuaba, tenaz, absurdo. Era, ¿cómo decirlo?, un dolor casi metafísico; se experimentaba en la carne, pero tan sólo a guisa de pretexto, de comunicación terrenal, pues era la conciencia, sobre todo la conciencia, la única sensible en verdad, y “en rigor de verdad” como dicen los lógicos, al fenómeno extraño.

El misterio comenzó a esclarecerse una vez en que Pérez, mientras se dejaba enjabonar el cuerpo por su mujer, a la hora del baño, advirtió de pronto que, justamente en el sitio del dolor, habíanle comenzado a salir unas pequeñas, verdecitas y tiernas hojas verdes. “¿Has visto?” Las tocaron, las midieron, y en efecto, la verdad era indudable: a Pérez le nacía un árbol del costado derecho.

La familia se sumergió en uno de los más grandes pesares que puedan imaginarse. Pérez acudía a su trabajo de mala gana y experimentando una vergüenza que crecía sin cesar. “¿Qué ocurrirá cuando lo advierta el jefe?” Para ocultar su error, Pérez inventaba carpetas inverosímiles, que parecía llevar con mucho cuidado y atención, bajo el brazo derecho, y con el pretexto de que ahí iban documentos de singular importancia. Sin embargo, cada vez fue necesario llevar carpetas más grandes, pues aquellas hojitas verdes que nacieran algún día habíanse convertido en un lozanísimo y verdadero arbusto, grande como un perro. Las mentiras que contaba Pérez eran ya completamente increíbles y ridículas. Decía que su mujer, cansada de un gigantesco perico, excesivamente hablador, le había ordenado fuese a tirarlo por allá, por Balbuena, y que el perico, ahora, anestesiado, iba dentro de la carpeta. Naturalmente una historia tan fabulosa llamó mucho la atención y todo el mundo, en la oficina, quiso ver el animal extraordinario. Llegó a tanto la curiosidad, que empleados y empleadas se echaron sobre Pérez a efecto de arrebatarle la carpeta logrando por fin descubrir el arbusto que, al pobre, habíale nacido en un costado.

—¡Señor González, señor González! —pusieron el grito en el cielo, demandando la presencia del jefe—. ¡Es un escándalo! ¡Al infame de Pérez le ha brotado un árbol en el costado derecho!

Los empleados que se reunieron al efecto en solemne asamblea, decretaron que el caso de Pérez exigía un castigo ejemplar. Nadie tenía derecho, en aquella sacrosanta oficina, a que le saliera un árbol, así como así, sin notificar al Departamento Administrativo. Condujeron entre todos, y casi a empellones, al pobre Pérez, a la presencia misma del jefe del Administrativo, mientras una comisión, turbiamente regocijada, esperó en la puerta con el propósito de escuchar la gran, la tremenda regañada, o tal vez, la orden del cese. Sim embargo, su decepción fue terrible. El jefe del Departamento Administrativo —poeta, como todo jefe del Departamento Administrativo—, no sólo perdonó a Pérez, sino que le dio sabios consejos:

—Ocurra usted —le dijo— a la revista que publico en compañía de otros escritores jóvenes, a efecto de que ahí le den alguna cantidad para abonos y otros materiales con lo que hacer se desarrolle más su árbol. Para mí es todo un acontecimiento. Aquí tiene mi tarjeta…

Y Pérez colaboró en El Hijo Prodigo.

viernes, 13 de octubre de 2023

REUNIÓN DEL CONGRESO INTERNACIONAL DE PSIQUIATRÍA TECNOLÓGICA

 

El doctor Schafer «El Dedos», Niño de las Lobotomías, se pone en pie y dirige a los congresistas el frío impacto azul de su mirada:

—Señores, el sistema nervioso humano puede ser reducido a un bloque compacto de columna vertebral. El cerebro anterior y posterior ha de seguir a ganglios, muela del juicio, apéndice... Les presento mi obra maestra: El norteamericano desangustiado perfecto.

Clarines vibrantes: dos Porteadores Negros introducen al Hombre desnudo y lo dejan caer sobre el estrado con brutalidad animal, despectiva... El Hombre se retuerce... Su carne se convierte en una jalea viscosa, transparente, que se va evaporando en una bruma verde, dejando al descubierto un monstruoso ciempiés negro. Oleadas de un olor desconocido invaden la sala, chamuscan los pulmones, corroen el estómago... Schafer se retuerce las manos sollozando:

—¡Clarence! ¿Cómo podéis hacerme esto? ¡Ingratos! ¡Todos son unos ingratos!

Los congresistas se echan para atrás entre murmullos consternados:

—Creo que Schafer ha ido demasiado lejos...

—Yo ya había avisado que...

—Schafer es un tipo brillante... pero...

—La gente hace lo que sea con tal de tener publicidad...

—Señores, esta innombrable criatura, ilegítima en todos los sentidos, hija del corrompido cerebro del doctor Schafer, no debe ver la luz... Nuestro deber hacia la especie humana está bien claro...

—Hombre que hizo ver luz —dice uno de los Porteadores Negros.

—Hay que machacar a ese bicho antiamericano —dice un médico gordo del Sur con cara de sapo que bebía whisky de maíz en un tarro de mermelada. Se adelanta con andares de borracho y se para asustado por el tamaño impresionante y el amenazador aspecto del ciempiés—. ¡Que traigan gasolina! —vocifera—. Tenemos que quemar a ese hijo de puta como si fuera un negro chuleta.

—Yo no quiero saber nada —dice un médico joven y progre que va colocado de LSD-25—. Cualquier fiscal un poco listo...

Fundido en negro.

—¡Orden en la Sala! FISCAL. —Señores del jurado, estos caballeros tan «cultos» pretenden que la inocente criatura humana que tan irreflexivamente sacrificaron se convirtió de repente en un enorme ciempiés negro y que fue «su deber hacia la especie humana» destruir aquel monstruo antes de que pudiese, por cualquier medio a su alcance, perpetuar su especie... ¿Vamos a tragarnos semejante pila de mierda? ¿Vamos a dejar que nos endilguen semejante camelo como si fuéramos tontos del culo? ¿Dónde está ese fantástico ciempiés? «Lo destruimos», dicen muy orgullosos... Pero yo quiero recordarles, señores y hermafroditas del jurado, que esa Gran Bestia —señala al doctor Schafer—, ha comparecido ya en varias ocasiones ante este tribunal acusado del incalificable delito de violación de cerebros... Dicho en cristiano —golpea con el puño la barandilla que le separa del jurado, su voz pasa a ser un grito—, dicho en cristiano, señores, lobotomía por la fuerza...

Los miembros del jurado se sofocan... Uno se muere de un ataque cardíaco... Otros tres caen al suelo retorciéndose en orgasmos de lascivia...

El Fiscal señala dramático:

—Ahí está... El y no otro, es quien ha reducido provincias enteras de nuestro hermoso país a un estado próximo a la idiocia más absoluta... El es quien ha llenado almacenes enormes con filas y filas, hileras e hileras, de indefensas criaturas a cuyas más mínimas necesidades hay que proveer... «Zánganos», los llama con cínica sonrisa que refleja la maldad en estado puro del intelectual... Señores, yo afirmo que el pérfido asesinato de Clarence Cowie no debe quedar sin castigo. ¡Los gritos de «Justicia» para crimen tan nefando resuenan al menos como los de un maricón herido!

El ciempiés se remueve, agitado.

—Hombre, el hijoputa este tiene hambre —grita uno de los Porteadores.

—Yo me largo de aquí.

Una oleada de horror eléctrico atraviesa la sala... los congresistas se precipitan hacia las salidas gritando y arañando...


William S. Burroughs