En el libro Marx para literatos, de la editorial Anthropos, el autor Nicolò Pasero hace un profundo análisis del mundo de la literatura y las letras desde una perspectiva marxista, con todo lo que esto involucra: materialismo histórico, materialismo dialectico, análisis sociológico, etc. La critica al canon literario es evidente, así como al fetichismo de las obras literarias donde se olvidan las influencias. Aquí compartimos uno de los capítulos del libro.
EL MERCADO DE LAS LETRAS
Históricamente
hablando, es bien conocido que el problema de la relación del texto con sus
antecesores se impone con especial fuerza cuando nos alejamos de una lectura de
las obras entendiéndolas como auctoritates,
es decir, esencialmente para citar y glosar y no para elaborar “creativamente”
(se dirá que también citar y glosar es una actividad de re-escritura,
potencialmente creadora; pero el peligro de caer en el delito de ofender la
ortodoxia —de ofender a su majestad, porque el Texto es soberano— es una
circunstancia que tener en cuenta y que puede tener consecuencias). Por lo que
se refiere a la tradición cultural occidental se podría trazar, por ejemplo,
una línea de frontera a partir de finales de la Edad Media aproximadamente,
cuando después se empieza a hablar con más convencimiento de derechos
universales, también la sociedad de los textos, coherentemente con los
principios de base del liberalismo (que, como se sabe, afectan sobre todo a las
realidades económicas, y a partir de ellas también a los diferentes fenómenos
sobrestructurales, incluida la literatura, bajo la especie de su aspecto
mercantil), tiende a democratizarse, tiene que liberarse de la tiranía
codificada en los viejos cánones. La contraseña es ¡igualdad de oportunidades!,
pero también en esta circunstancia los principios y la realidad coinciden sólo
en parte, porque el texto nuevo, antes apasionado defensor de los principios de
libertad, igualdad, fraternidad entre todos los ciudadanos de una república
ideal de las letras, en cuanto se afirma descubre su enorme voluntad de orden y
de autoridad (la propia), impone una nueva jerarquía que hay que establecer en
la totalidad textual, en definitiva, del ultimo y decisivo canon (aunque
sabemos por los que vendrán, a pesar de que lo difícilmente podría admitir).
Sociedad de
los textos, en las condiciones históricas dadas, es por lo tanto, en gran
medida, sinónimo de mercado de los textos (y de las letras), una expresión que
asimila la Literaturproletarier de memoria marxista a los otros vendedores de
fuerza trabajo. Mercado hay que entenderlo en sentido originario, como lugar de
encuentro y mediación de los manufacturados de productores individuales, entre
sí independientes, pero con una última y curiosa peculiaridad —que se remonta a
las sociedades mercantiles precapitalistas—, por la que cada uno de esos
manufacturados es completo, “con-cluido” por antonomasia (la ya evocada cloture
du texte podría aquí recuperar connotaciones insospechadas). De dicha
peculiaridad deriva después que una cierta porción del “placer del texto” le
corresponda al productor, el cual —como buen artesano— ve cómo nace de sus
manos un objeto, quizás modesto, pero independiente porque completo. Sin embargo,
una vez terminado, también la alegría intrínseca en el acto de creación
desaparece, y el único placer que queda es el tangible en términos monetarios,
que el productor podrá hipotéticamente repartir con los empresarios que se
ocupan de la comercialización de su producto.
Tenemos
entonces el texto —que surge, como el alma simple, de las manos de su creador—
que va al mercado, donde se presentará con la pretensión de ser un artículo único,
el sólo digno de ser tomado en consideración por el público. Pero incluso
cuando se rodea de originalidad e irrepetibilidad, se ha visto como gran parte
de él es un conglomerado pirata de elementos derivados —calcos, prestamos,
reproposiciones, citas—que responden a una lógica ni siquiera tan recóndita: la
lógica de evitar a toda costa quedar fuera del mercado. Todo ello requiere un
alto grado de referencialidad con respecto al panorama literario circundante;
en primer lugar está la necesidad de encontrar el horizonte de espera (su
Erwartunghorizont como diría Jauss, y los gustos de los posibles consumidores. Colocando
entre esta exigencia y su proclamada unicidad, el texto se refugia entonces en
una relación pseudodialéctica con el intertexto; cita y esconde la cita, asume préstamos
y los niega, engloba la sustancia ajena y la digiere, intentando volverla
irreconocible. No siempre la asimilación se logra del todo, muchos textos viven
dramáticamente este vaivén (cuyo motivo último, se ha dicho, es solamente económico),
que los hace oscilar entre el conformismo y la búsqueda de originalidad, entre
la tradición y la innovación.
Y, sin
embargo, en la fenomenología intertextual (y por reflejo en la atención crítica
que se deposita en ella) hay algo que no se puede resolver en términos
puramente literarios. Con su estatuto de hechos relacionales, símiles fenómenos
—como por otra parte sucede también en el caso de las aproximaciones “productivas”
de las que hablamos antes— apuntan a una posible revancha de lo social sobre lo
individual. Incluso cuando cada texto está celosamente cerrado en la mónada de
su pretendida originalidad, para entrar en circulación tiene que encontrarse
con sus semejantes en un espacio declaradamente falto de vínculos y jerarquías que
no sean las que derivan de cualidades intrínsecas. En ese espacio los textos se
reconocen como parte de un todo, pero lo hacen a posteriori, como las personas,
cuya socialización se manifiesta sólo en las formas reificadas de la
compraventa. Tambien los textos parecen manifestar relaciones sólo en la
intertextualidad y en ese espacio combaten también una lucha de clases que
—como enseña también el formalismo más aguerrido— conduce a la pirámide de
nuevas hegemonías o, con menos frecuencia, a confirmar las que ya existían. Sólo
excepcionalmente un texto parece surgir de la nada, en un desierto literario
liberado de esa “angustia de la influencia” que puebla sus pesadillas (en ese
caso, es más fácil hablar de monumentos, cumbres, obras maestras, cuanto más la
distancia histórica nos desenfoca el resto del panorama); normalmente la dinámica
literaria se articula en la forma de la continuidad o del acercamiento de toda
una serie de élites de textos, ordenados jerárquicamente. No existe democracia
o igualdad, en el estado de las letras; quizás —quizás— ha existido un
comunismo primitivo de los discursos, cuando todavía no se habían diferenciado
—por dignidad o por poder social— las clases de texto. Pero después, la
división del trabajo se ha reproducido incluso dentro de la literatura:
metagéneros, géneros, subgéneros, estilos, niveles. A veces este fenómeno se ha
producido con sorprendente fidelidad al arquetipo, para solaz de los que
cultivan el determinismo socioliterario; más a menudo se ha dado en pálidos
reflejos de no fácil percepción e interpretación, último residuo que la luz
fría y dura de las relaciones de clase deja en las obras de la literatura, después
de haber recorrido los tortuosos caminos de lo imaginario y de las ideologías.
El hecho es
que, cuanto más se amplia y se complica la trama de relaciones entre textos, más
se esfuma la que existe entre los textos y lo social. Y, sin embargo, las dos
tramas están íntima y dialécticamente unidas, por mediación y contradicción, y
no podrán desempeñarse nunca adecuadamente si se aíslan recíprocamente (esto
vale también para el procedimiento inverso, hoy poco frecuente, que considera
directamente los nexos de unión entre los textos y lo social, presumiéndolos siempre
como inmediatos).
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