Hay
muchas gentes llamadas Pérez, pero no son por ello desgraciadas. Pérez,
patronímico de Pero, tiene su lustre y si bien ahora es completamente vulgar,
al grado de que todos estuvimos en el peligroso riesgo de llamarnos Pérez, las
personas que lo llevan a cuestas no tienen otro remedio que mostrarse satisfechas
y hasta, quizá, felices. Alguien ha dicho alguna vez que no existe nada mejor
distribuido que la inteligencia, pues todos estamos muy conformes con la que
tenemos. Así pasa con el apellido Pérez y, tal vez, ninguna mayor aberración,
falta de legítimo orgullo y de propios méritos, que emboscar el Pérez con
iniciales despistadoras, con segundos apellidos o con dobles nombres que, como
si lo elegantizaran y tornáranlo alado, inconsútil, original, dejan a sus
propietarios muy tranquilos y ya dispuestos a las grandes empresas. Sin embargo,
hay que repetirlo, no todos los Pérez están llamados a ocupar un sitio más allá
del simple recuerdo de sus contemporáneos, que ya es suficiente tener un
apellido tan famoso como para todavía cargarle más brillo y celebridad de los
que tiene.
No
obstante, Pérez, el verdadero Pérez, el gran Pérez —oscuro empleado de un no
menor oscuro ministerio—, llegó a ser considerado por los más altos ingenios
como un ser excepcional, envidiable, a quien las musas hicieron objeto de las
más extraordinarias distinciones.
Pérez
vivía en una pequeña habitación rodeado de su mujer y de sus hijos. Nada, en su
vida exterior o en sus costumbres o en su manera de hablar y escribir, indicaba
que Pérez llegase a ser uno de los hombres más notables de su tiempo. Sin
embargo, aquello empezó a manifestarse como un pequeño dolor en el costado.
—Te
digo —afirmaba su mujer— que has agarrado algún frío, allá, en tus oficinas tan
oscuras.
—No
lo creas así, pobre amiga mía… —replicaba Pérez.
Había
tomado aquella locución: pobre amiga mía, de las novelas francesas, donde es
usual que se repita con motivo, particularmente, de las situaciones donde hay
algún conflicto de difícil solución.
Pero
el dolor en el costado continuaba, tenaz, absurdo. Era, ¿cómo decirlo?, un
dolor casi metafísico; se experimentaba en la carne, pero tan sólo a guisa de
pretexto, de comunicación terrenal, pues era la conciencia, sobre todo la
conciencia, la única sensible en verdad, y “en rigor de verdad” como dicen los
lógicos, al fenómeno extraño.
El
misterio comenzó a esclarecerse una vez en que Pérez, mientras se dejaba enjabonar
el cuerpo por su mujer, a la hora del baño, advirtió de pronto que, justamente
en el sitio del dolor, habíanle comenzado a salir unas pequeñas, verdecitas y
tiernas hojas verdes. “¿Has visto?” Las tocaron, las midieron, y en efecto, la
verdad era indudable: a Pérez le nacía un árbol del costado derecho.
La
familia se sumergió en uno de los más grandes pesares que puedan imaginarse.
Pérez acudía a su trabajo de mala gana y experimentando una vergüenza que
crecía sin cesar. “¿Qué ocurrirá cuando lo advierta el jefe?” Para ocultar su
error, Pérez inventaba carpetas inverosímiles, que parecía llevar con mucho
cuidado y atención, bajo el brazo derecho, y con el pretexto de que ahí iban
documentos de singular importancia. Sin embargo, cada vez fue necesario llevar
carpetas más grandes, pues aquellas hojitas verdes que nacieran algún día
habíanse convertido en un lozanísimo y verdadero arbusto, grande como un perro.
Las mentiras que contaba Pérez eran ya completamente increíbles y ridículas.
Decía que su mujer, cansada de un gigantesco perico, excesivamente hablador, le
había ordenado fuese a tirarlo por allá, por Balbuena, y que el perico, ahora, anestesiado,
iba dentro de la carpeta. Naturalmente una historia tan fabulosa llamó mucho la
atención y todo el mundo, en la oficina, quiso ver el animal extraordinario.
Llegó a tanto la curiosidad, que empleados y empleadas se echaron sobre Pérez a
efecto de arrebatarle la carpeta logrando por fin descubrir el arbusto que, al
pobre, habíale nacido en un costado.
—¡Señor
González, señor González! —pusieron el grito en el cielo, demandando la
presencia del jefe—. ¡Es un escándalo! ¡Al infame de Pérez le ha brotado un
árbol en el costado derecho!
Los
empleados que se reunieron al efecto en solemne asamblea, decretaron que el
caso de Pérez exigía un castigo ejemplar. Nadie tenía derecho, en aquella
sacrosanta oficina, a que le saliera un árbol, así como así, sin notificar al
Departamento Administrativo. Condujeron entre todos, y casi a empellones, al
pobre Pérez, a la presencia misma del jefe del Administrativo, mientras una comisión,
turbiamente regocijada, esperó en la puerta con el propósito de escuchar la
gran, la tremenda regañada, o tal vez, la orden del cese. Sim embargo, su
decepción fue terrible. El jefe del Departamento Administrativo —poeta, como
todo jefe del Departamento Administrativo—, no sólo perdonó a Pérez, sino que
le dio sabios consejos:
—Ocurra
usted —le dijo— a la revista que publico en compañía de otros escritores jóvenes,
a efecto de que ahí le den alguna cantidad para abonos y otros materiales con
lo que hacer se desarrolle más su árbol. Para mí es todo un acontecimiento.
Aquí tiene mi tarjeta…
Y
Pérez colaboró en El Hijo Prodigo.
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